Tiene miedo. No por
nada en especial, pero Amira tiene miedo y no quiere demostrarlo. No quiere
admitir que piensa en él más de lo que debería. Piensa en él, a pesar de ser
alguien prohibido. Al menos, ahora lo era. Quizás antes no, pero así estaban
las cosas ahora para su príncipe y ella. Pasaban los años, y sin embargo, él
encontraba una manera de ser su debilidad, una variable constante en la
ecuación. Sin darse cuenta, él seguía de pie, ahí, en algún rincón de la vida
de Amira.
Sin verlo, sin tocarlo ni siquiera a veces hablar, ella pudo sentir que él era alguien único. Y de verdad que lo era. Amira sabía que él merecía mucho más de lo que en realidad obtenía, pero sin embargo, no había nada que ella pudiera hacer. El destino lo quiso así, por algo debía ser.
No había cartas en las manos de Amira que la habilitaran a hacer una jugada en lo que respectaba al francés de ojos claros. Ella estaba dispuesta a ofrecerle una mano, un abrazo o hasta un beso quizás, pero no había manera de que eso pudiera prontamente suceder. Amira simula, pero a veces la mente no tiene escapatoria: los pensamientos recorren y no encuentran salida, se encuentran en un laberinto sin salida. No podía borrar los recuerdos, no podía borrar las ilusiones que sus sentimientos despertaban en ella. Amira imagina. Imagina situaciones de tener a su príncipe al lado, imagina un abrazo como ya antes han presenciado.
Jamás quiso admitir nada de todo esto, y ella sostiene que todo debe seguir así. Amira no puede demostrar lo que recorre por su mente, no puede dejar que sus sentimientos se interpongan. Nada de eso está en sus planes, nada puede arruinar lo poco que quedaba entre ellos.
Bajo la glorieta del jardín, una tarde de verano, una damisela le sirve el té en una pequeña taza de porcelana belga. Amira lo extraña, no lo puede negar. Quisiera poder abrazarlo, quedar rodeada entre sus brazos y saber que ahí está protegida, como otras tantas veces él supo cuidar de ella. Extraña su risa, esa risa contagiosa tras una travesura realizada en uno de esos tantos eventos que compartían. Amira lo extraña, pero no había nada que pudiera hacer, simplemente extrañar a su príncipe francés. Y esperanzada, esperar a que un día volviera.
Sin verlo, sin tocarlo ni siquiera a veces hablar, ella pudo sentir que él era alguien único. Y de verdad que lo era. Amira sabía que él merecía mucho más de lo que en realidad obtenía, pero sin embargo, no había nada que ella pudiera hacer. El destino lo quiso así, por algo debía ser.
No había cartas en las manos de Amira que la habilitaran a hacer una jugada en lo que respectaba al francés de ojos claros. Ella estaba dispuesta a ofrecerle una mano, un abrazo o hasta un beso quizás, pero no había manera de que eso pudiera prontamente suceder. Amira simula, pero a veces la mente no tiene escapatoria: los pensamientos recorren y no encuentran salida, se encuentran en un laberinto sin salida. No podía borrar los recuerdos, no podía borrar las ilusiones que sus sentimientos despertaban en ella. Amira imagina. Imagina situaciones de tener a su príncipe al lado, imagina un abrazo como ya antes han presenciado.
Jamás quiso admitir nada de todo esto, y ella sostiene que todo debe seguir así. Amira no puede demostrar lo que recorre por su mente, no puede dejar que sus sentimientos se interpongan. Nada de eso está en sus planes, nada puede arruinar lo poco que quedaba entre ellos.
Bajo la glorieta del jardín, una tarde de verano, una damisela le sirve el té en una pequeña taza de porcelana belga. Amira lo extraña, no lo puede negar. Quisiera poder abrazarlo, quedar rodeada entre sus brazos y saber que ahí está protegida, como otras tantas veces él supo cuidar de ella. Extraña su risa, esa risa contagiosa tras una travesura realizada en uno de esos tantos eventos que compartían. Amira lo extraña, pero no había nada que pudiera hacer, simplemente extrañar a su príncipe francés. Y esperanzada, esperar a que un día volviera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario